LOS RITOS INICIÁTICOS
Los ritos
constituyen el elemento esencial para la transmisión de la influencia
espiritual y el vinculamiento a la «cadena» iniciática, de suerte que
se puede decir que, sin los ritos, no podría haber iniciación de
ninguna manera.
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Empédocles emerge del ojo; capilla de
Santa Brice, de Luca Signorelli, 1499-1504 |
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La presencia de los
ritos es un carácter común a todas las instituciones tradicionales, de
cualquier orden que sean, tanto exotéricas como esotéricas, tomando
estos términos en su sentido más amplio. Este carácter es una
consecuencia del elemento «no humano» implicado esencialmente en tales
instituciones, ya que se puede decir que los ritos tienen siempre como
meta poner al ser humano en relación, directa o indirectamente, con
algo que rebasa su individualidad y que pertenece a otros estados de
existencia supraindividual. Es evidente que no es necesario en todos
los casos que la comunicación así establecida sea consciente para ser
real, ya que, lo más habitualmente, se opera por intermediación de
algunas modalidades sutiles del individuo, modalidades a las que la
mayor parte de los hombres son incapaces de transferir al centro de su
consciencia. Sea como sea, que el efecto sea aparente o no, que sea
inmediato o diferido, el rito lleva siempre su eficacia en sí mismo, a
condición de que se cumpla conformemente a las reglas tradicionales
que aseguran su validez, y fuera de las cuales no sería más que una
forma vacía y un vano simulacro; y esta eficacia no tiene nada de
«maravilloso», ni de «mágico», como algunos lo dicen a veces con una
intención manifiesta de denigramiento y de negación, ya que resulta
simplemente de las leyes claramente definidas según las cuales actúan
las influencias espirituales, leyes de las que la «técnica» ritual no
es en suma más que la aplicación y la puesta en obra.
Todas las
consideraciones que exponemos aquí conciernen exclusivamente a los
ritos verdaderos, poseedores de un carácter auténticamente
tradicional, y que nos negamos absolutamente a dar este nombre de
ritos a lo que no es más que una parodia de ellos, es decir, a las
ceremonias establecidas en virtud de costumbres puramente humanas, y
cuyo efecto, si tienen alguno, no podría rebasar en ningún caso el
dominio «psicológico», en el sentido más profano de esta palabra.
En efecto, la
iniciación no es algo que «cae de las nubes», si se puede decir así,
sin que se sepa cómo ni por qué; reposa al contrario sobre leyes
científicas positivas y sobre reglas técnicas rigurosas; no se podría
insistir demasiado en esto, cada vez que se presenta la ocasión para
ello, para alejar toda posibilidad de malentendido sobre su verdadera
naturaleza.
De entrada, los
ritos exotéricos no tienen como meta, como los ritos iniciáticos,
abrir al ser a algunas posibilidades de conocimiento para lo cual
todos no podrían ser aptos; y, por otra parte, es esencial destacar
que, aunque hagan llamada también necesariamente a la intervención de
un elemento de orden supraindividual, su acción nunca está destinada a
rebasar el dominio de la individualidad. Otro punto de una importancia
capital es el siguiente: la iniciación, a cualquier grado que sea,
representa para el ser que la ha recibido una adquisición permanente,
un estado que, virtual o efectivamente, ha alcanzado de una vez por
todas, y que nada en adelante podría arrebatarle. De eso resulta
inmediatamente esta consecuencia, que los ritos de iniciación
confieren un carácter definitivo e imborrable; por lo demás, ocurre lo
mismo, en otro orden con algunos ritos religiosos, que, por esta
razón, nunca podrían ser renovados para el mismo individuo, y que, por
eso mismo, son aquellos que presentan la analogía más acentuada con
los ritos iniciáticos, hasta tal punto que, en un cierto sentido, se
les podría considerar como una suerte de transposición de éstos en el
dominio exotérico.
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Iniciación del gran Duque Federico de
Brandenburg-Bayreuth en 1741 bajo la dirección del rey Federico de Prusia
(Museo Bayreuth) |
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Otra consecuencia
es que la cualidad iniciática, una vez que ha sido recibida, no está
vinculada de ninguna manera al hecho de ser miembro activo de tal o
cual organización; desde que el vinculamiento a una organización
tradicional ha sido efectuado, no puede ser roto por nada, y subsiste
aunque el individuo ya no tenga ninguna relación aparente con esa
organización, lo que no tiene más que una importancia completamente
secundaria a este respecto. A falta de toda otra consideración, eso
solo bastaría para mostrar cuan profundamente difieren las
organizaciones iniciáticas de las asociaciones profanas, a las cuales
no podrían ser asimiladas y ni siquiera comparadas de ninguna manera:
aquel que se retira de una asociación profana o que es excluido de
ella, ya no tiene ningún lazo con ella y vuelve a ser de nuevo
exactamente lo que era antes de formar parte de ella; por el
contrario, el lazo establecido por el carácter iniciático no depende
en nada de contingencias tales como una dimisión o una exclusión, que
son de orden simplemente «administrativo», y que no afectan más que a
las relaciones exteriores; y, si éstas últimas lo son todo en el orden
profano, donde una asociación no tiene nada más que dar a sus
miembros, no son al contrario, en el orden iniciático, más que un
medio completamente accesorio, y en modo alguno necesario, en relación
con las realidades interiores que son las únicas que importan
verdaderamente. Por poner un ejemplo simple y más vulgar en lo que
concierne a las organizaciones iniciáticas; es completamente inexacto
hablar de un «exmasón», como se hace corrientemente; un Masón
dimisionario o incluso excluido ya no forma parte de ninguna Logia ni
de ninguna Obediencia, pero por eso no es menos Masón; por lo demás,
que él lo quiera o no, eso no cambia nada; y la prueba de ello es que,
si vuelve después a ser «reintegrado», no se le inicia de nuevo y no
se le hace volver a pasar por los grados que ya ha recibido; así, la
expresión inglesa de unattached Mason es la única que conviene
propiamente en parecido caso.
Extractado de: René Guénon, Apercepciones sobre
la Iniciación,
capítulo XV.
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